Introducción
El débil consenso de hacer todo lo que sea necesario contra la pandemia del COVID-19 para lograr el aplanamiento de las curvas de contagio y de la recesión económica parece haberse diluido conforme se suceden olas y cepas (Gourinchas, 2020). El llamamiento inicial de impulsar grandes déficits para hacer frente a un shock externo común, de ejecutar una actuación rápida y decidida para contener las interrupciones en la producción y evitar la desconexión entre los trabajadores y sus empleos, con el consiguiente daño para el tejido productivo y los mercados de trabajo y financiero, ha motivado que buena parte de los gobiernos del mundo hayan extendido o diseñado por decreto nuevas figuras y programas para proteger el empleo. Con este fin se utilizaron en España los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo; en Alemania se relajaron y extendieron los beneficiarios del Kurzarbeit; en Argentina se puso en marcha el Programa de Asistencia de Emergencia al Trabajo; en Brasil el Benefício Emergencial de Preservação do Emprego e da Renda; en Estados Unidos la Ley CARES (Coronavirus Aid, Relief, and Economic Security), o en Reino Unido el Coronavirus Job Retention Scheme. También se ha provisto ayuda para los trabajadores por cuenta propia o autónomos. Esta protección no ha sido igual en todos los países. El impacto presupuestario de las medidas adoptadas es menor en aquellos con obstáculos institucionales severos para la coordinación del banco central con el tesoro, ya sea debido a la dolarización de sus economías en el caso de Latinoamérica o su pertenencia a una unión monetaria en el caso de los países de la zona euro y con una situación previa deficitaria de los presupuestos públicos (IMF, 2020).
Pese a la suspensión temporal de la restricción presupuestaria para hacer frente a la pandemia, las acciones realizadas bajo la urgencia de hacer todo lo que sea necesario han sido y son prudentes, mirando de reojo que el déficit público no se dispare para evitar caer en manos de la troika o del Fondo Monetario Internacional. Sin embargo, debe remarcarse que la condicionalidad y la restricción presupuestaria no se han eliminado en ningún momento, solo han sido aplazadas en el tiempo (Garicano, 2020; Torres y Fernández, 2020). En Europa esto se refleja en el acuerdo alcanzado en la reunión extraordinaria del Consejo Europeo del 17 al 21 de julio de 2020 (Consejo Europeo, 2020). Las medidas de recuperación acordadas a través del NextGenerationEU no son un avance hacia la integración europea ni rompen con el marco financiero previo para la planificación y ejecución presupuestarias. Los fondos adicionales movilizados tienen un carácter excepcional y están sujetos a una discrecionalidad que manifiesta continuismo con la política económica seguida durante la Gran Recesión. Una cooperación más estrecha entre la política monetaria y fiscal no está sobre la mesa, dejando otra vez a merced de la voluntad del gobernador del Banco Central Europeo la salvación del euro si la austeridad y el mantra del equilibrio presupuestario agitan la inestabilidad financiera, macroeconómica y social.
La pandemia tiene dimensiones socioeconómicas que exacerban y resaltan las desigualdades existentes (Alves y Kvangraven, 2020). Aquellos sectores que dependen de la socialización y el contacto cercano, integrados en su mayoría por la población con acceso a empleos peor pagados, son los más afectados por las medidas de distanciamiento social y la precaución por el contagio. Además, las comunidades con mayor prevalencia de desempleo o tasa de pobreza están más expuestas a contagiarse del virus por múltiples motivos adicionales, entre los que Nassif-Pires et al. (2020) destacan la falta de permiso remunerado por enfermedad, la dependencia del transporte público, la incapacidad de pagar las facturas durante la cuarentena o la insuficiencia de espacio en las viviendas.
No obstante, como observa Galbraith (1997: 107), el desempleo no afecta únicamente a quienes permanecen desempleados. El desempleo es una “epidemia silenciosa” que, en palabras de Tcherneva (2017), se comporta como una enfermedad contagiosa que va saltando de una comunidad a otra, atacando a aquellos más expuestos a su paso: el conjunto de la clase que depende de sus empleos para obtener ingresos. No podemos volver a repetir las recetas que tanto sufrimiento han causado a varias generaciones.
La Gran Recesión es una experiencia que ha cuestionado algunos pilares centrales de la economía neoclásica en torno al exclusivo uso de la política monetaria para la gestión macroeconómica. El objetivo de este trabajo es presentar una política económica coherente con la evidencia previa a la pandemia: el trabajo garantizado o empleador de última instancia.
Hemos estructurado el trabajo de la siguiente forma: como introducción, presentamos un breve balance de la emergencia económica sobrevenida por la pandemia del COVID-19; a continuación, exponemos las lecciones extraídas en torno a las limitaciones encontradas en la actuación de la política monetaria durante la Gran Recesión; en el siguiente apartado, exponemos cómo las preguntas en torno al papel de la política fiscal son delimitadas por una cuestión ontológica, presentando una solución acorde a una ontología de una economía monetaria de producción guiada por el principio de endogeneidad del dinero, que salva también las discusiones morales al ser planteada como un estabilizador automático: el trabajo garantizado; por último y a modo de conclusión, realizamos una reflexión sobre el potencial de este mecanismo para una economía resiliente y funcional para enfrentarnos a los retos y amenazas del futuro.
1. El callejón sin salida de la política monetaria
Cómo se entiende un tema a nivel ontológico es fundamental para comprender las diferentes teorías, sus categorías y nociones. En el caso de la noción de “desequilibrio presupuestario”, que preocupa a los economistas neoclásicos a raíz de los elevados déficits causados por las medidas de emergencia lanzadas para hacer frente a la pandemia del COVID-19, esto solo tiene sentido si se entiende el presupuesto del Estado como el de cualquier agente privado. No es el caso de los enfoques poskeynesiano, institucionalista y de un híbrido entre ambos como es la teoría monetaria moderna.
El sistema monetario hace décadas que se desprendió de las particularidades materiales del dinero que caracterizan momentos históricos específicos, marcados por una elevada conflictividad interna y externa, y sistemas políticos donde la discrecionalidad del uso de las estructuras del Estado en interés de una minoría de la población era la norma (Cruz et al., 2020; Tcherneva y Cruz, 2020). Además, las políticas monetarias no convencionales generalizadas en los países desarrollados durante la Gran Recesión que comenzó en 2008, han expuesto al mundo la realidad operativa de un sistema de dinero fiduciario-crédito, donde las variaciones en la oferta de dinero se fundamentan en la extensión de depósitos por los bancos privados a prestatarios solventes, no en la existencia previa de reservas físicas o fiduciarias de aquello que sirve como dinero. La demanda de reservas es una consecuencia, no una causa de que los bancos hagan préstamos (McLeay et al., 2015: 371-372). El dinero no es una variable exógena bajo control discrecional del banco central y hoy en día, en el contexto del límite inferior cero que inhabilita la política monetaria tradicional centrada en la gestión del tipo de interés por parte del banco central,1 la escasez de dinero en la economía se ve reflejada en cómo quienes buscan ingresos no son capaces de ser empleados porque los bancos privados no encuentran oportunidades de negocio para introducir dinero en la economía. Otra noción que entra en juego es la siguiente: el signo y tamaño del déficit público tampoco es discrecional, sino un residuo que resulta de buscar alcanzar objetivos macroeconómicos como el pleno empleo y la estabilidad de precios. De ello hablaremos en el siguiente apartado.
La confrontación de la visión de los bancos como meros intermediarios entre inversores y ahorradores, y del multiplicador bancario hecha tácita por los bancos centrales, es causa de la necesidad de legitimación de la expansión del tamaño de sus balances (Braun, 2016: 1078-1079). Ante la desconexión de la política de tipo de interés fundamentada en la regla de Taylor (1993),2 los bancos centrales se han visto obligados a experimentar con nueva artillería ampliando sus balances mediante la compra de activos públicos y privados, lo que se conoce como “flexibilización cuantitativa” o quantitative easing (en adelante QE). El punto de partida no se deriva del marco teórico establecido, sino de la marcha de los acontecimientos.3 El intento de ajustar a posteriori la teoría a las actuaciones de los bancos centrales ha sido un fracaso. La teoría nos induce a pensar que un aumento de las reservas impulsa los préstamos bancarios, siguiendo la lógica del multiplicador (Gabor, 2014; Rochon y Vallet, 2019);4 esto impulsa teóricamente la actividad económica real y la inflación, sacando a la economía del límite inferior cero. La evidencia empírica es la siguiente: no hay trabajo que establezca un vínculo entre la QE y el objetivo de crear inflación (Williamson, 2016: 929); la evidencia también sugiere que la QE tiene importantes efectos distributivos que ahondan en la desigualdad (Dell’Ariccia et al., 2018: 168) y que si las políticas monetarias no convencionales se han mostrado eficaces en la gestión de la liquidez, manteniendo la rentabilidad de los activos financieros y bajando el riesgo de lo que es usado como colateral -los bonos del tesoro- con el consiguiente alivio para el endeudamiento público y la estabilidad financiera (Greenwood et al., 2014),5 debe señalarse que la creación de dinero a través de la política del tipo de interés funciona al contrario de lo que la teoría del multiplicador dice; esto es, la secuencia no va de la obtención de depósitos y la extensión decreciente del crédito a partir de una porción de los mismos. Tal y como exponen Bowdler y Radia (2012: 619), este mecanismo funciona de la siguiente forma: la autoridad monetaria adquiere activos financieros en el mercado secundario, particularmente bonos del gobierno, los agentes que entregan estos bonos obtienen así depósitos creados mediante el gasto del banco central, no obstante, los vendedores de los bonos no mantendrán este dinero nuevo en forma de depósitos sin movilizar, sino que la idea es que sea utilizado para comprar activos que provean de un rendimiento mayor como, por ejemplo, acciones emitidas por empresas.
Esta operación, si se llevara a cabo, tendría dos efectos que motivarían un mayor gasto en la economía: por un lado, se incrementará el valor de esos activos (operando aquí el efecto riqueza) y, por el otro, se reducirá el coste en que incurren las empresas para financiarse en los mercados financieros.
Si bien existen reservas en la literatura sobre el margen que tienen los gobiernos para llevar a cabo esta práctica, Gabor y Vestergaard avanzan la clave institucional para que esta política de gestión de la deuda sea sostenible en el tiempo: “La deuda del gobierno permanece segura mientras el banco central esté listo para intervenir cuando la liquidez del mercado se evapore, como creadores de mercado de último recurso” (2018: 146; traducción propia).
La regla de Taylor ha operado durante décadas como barrera ante las presiones de gobiernos cortoplacistas para explotar el trade-off entre desempleo e inflación que ilustra la curva de Phillips. La idea de “inconsistencia dinámica” tipificada en Kydland y Prescott (1977), la problemática acaecida por la inconsistencia temporal entre el aumento del empleo y la materialización de la inflación, y cómo un político podría explotar esta relación sin afrontar las consecuencias a largo plazo de tal decisión es lo que ha justificado la independencia de los bancos centrales.
Pero la Gran Recesión nos ha traído la disolución de la regla de Taylor en el límite inferior cero, junto con la resurrección de la noción de histéresis, de cómo las crisis dejan cicatrices persistentes en la economía a causa de la caída del gasto en investigación, la erosión de las capacidades y habilidades de los trabajadores, e incluso su salida del mercado laboral, reduciendo la producción potencial estimada. Este hecho, que podría abrir una fisura en la dicotomía clásica, es perfectamente consistente con el marco tradicional de análisis si se entiende únicamente de manera asimétrica; es decir, solo se acepta la introducción de la no neutralidad a largo plazo como resultado del papel que el dinero desempeña en la asignación de recursos, lo que lo relaciona directamente con el acertijo de la relación dinámica entre la inflación y el desempleo.
Las implicaciones políticas del hallazgo de la existencia de histéresis son importantes, pues como señala Ball (2009: 25-26), en presencia de histéresis la tasa natural es independiente de la política monetaria, por lo que centrarse obcecadamente en la inflación puede exacerbar el desempleo a corto plazo creando un desempleo innecesariamente elevado. Una vez se acepta que lograr una meta de inflación específica tiene costes sociales altos y permanentes, no podemos ignorar el papel de la demanda. Cuando ocurre un shock como la Gran Recesión o la pandemia del COVID-19, la tendencia de la productividad total de los factores es permanentemente menor de lo que hubiera sido a causa de la caída del gasto en investigación, la erosión de las capacidades y habilidades de los trabajadores, e incluso su salida del mercado laboral, reduciendo la producción potencial estimada.
Pero el efecto de histéresis también debe considerarse en el auge, tal y como se especifica en la literatura poskeynesiana. Como apunta Lavoie (2018: 10-11), altas tasas de crecimiento en el PIB motivadas por el incremento del gasto del gobierno o del crédito privado conducen a una aceleración en las tasas de crecimiento de la productividad laboral.
La presencia de histéresis y los límites de las políticas monetarias convencionales y no convencionales abren la puerta a cierto consenso general en la disciplina para el papel más activo en la política fiscal. Este era el escenario previo a la llegada de la pandemia. Se ha observado que la austeridad está fuertemente relacionada con la disminución del crecimiento económico, agravando la recesión debido a la subestimación de los multiplicadores fiscales (Blanchard y Leigh, 2013; De Grauwe y Ji, 2015). Las reformas estructurales han sido puestas en tela de juicio, demostrándose que han provocado efectos contractivos asociados al límite inferior cero (Eggertson et al., 2014; Galí y Monacelli, 2016). Según Engler y Tervala (2018: 48), los efectos perjudiciales de la consolidación fiscal en condiciones económicas débiles, donde la histéresis es relevante, son considerables. Como sugiere Eggertsson (2011: 61), en un escenario caracterizado por el límite inferior cero, donde la relación inversa entre tipo de interés e inversión queda suspendida, lo que se requiere es aumentar la demanda agregada a través del gasto total. No existen suficientes compradores para la capacidad productiva ya instalada. No obstante, hay muchas preguntas en relación a la capacidad de los Estados para expandir su gasto, todas ellas derivadas de una ontología que entiende a todos los agentes del mismo modo, sujetos a la misma restricción presupuestaria. Así, Blanchard y Summers (2017: 20) se preguntan si el Estado podría emitir deuda sin pagarla, estando la tasa de interés por debajo de la tasa de crecimiento, y si pudiendo hacerlo, deben hacerlo; mientras que por otro lado surgen las tradicionales dudas sobre la capacidad de los Estados con pesadas “cargas” de deuda pública para pagarlas (Auerbach y Gorodnichenko, 2017: 22-23). La ontología pesa como una losa en las preguntas que pueden hacerse, las cuales delimitan las posibles soluciones que se proporcionan.
2. No es una cuestión moral, sino ontológica
La economía no es una obra de moralidad. Summers (2015: 65) hace esta afirmación en relación con la necesidad de buscar formas de aumentar el gasto público independientemente de los casos de despilfarro que haya habido en el pasado. La situación actual requiere extender los presupuestos públicos, no estrecharlos mediante políticas de austeridad. No obstante, la falsa asimilación del presupuesto del Estado con el de una empresa o el de los hogares ahoga de antemano los planteamientos que pudieran emerger a la superficie del debate público sobre las políticas económicas.
Como señalan Mitchell y Muysken (2008: 141-142), no se entiende que el tamaño y signo del presupuesto público es un resultado endógeno; una comprensión simple del funcionamiento de los estabilizadores automáticos es suficiente para ilustrarlo: un fuerte impacto negativo de la demanda reduce los ingresos fiscales y aumentará el gasto en, por ejemplo, prestaciones por desempleo, lo que aumenta automáticamente el déficit público. Pretender limitar el efecto de los estabilizadores automáticos o incluso suprimirlos para ajustarse a alguna regla de equilibrio presupuestario equivale a ahondar en la recesión. Esto es así porque los hogares y las empresas ganan lo que otros gastan y si el Estado se ve obligado a dejar de gastar, las ganancias monetarias que éste promueve con el mantenimiento del poder adquisitivo para suavizar la caída de la demanda se evaporan, perdiéndose con ellas más empleo y llevando a la quiebra a más empresas.
Efectivamente, se podrá argüir que el presupuesto público es generalmente considerado como una herramienta anticíclica, permitiéndose déficits públicos cuando la economía sufre una recesión que serán cerrados en el futuro cuando entremos en una etapa de auge por vía de superávits públicos o mediante la creación de inflación. Aquí entran en juego dos principios: la equivalencia ricardiana y la teoría cuantitativa del dinero. A grandes rasgos, en un mundo ricardiano los agentes económicos anticipan que soportarán mayores impuestos en el futuro, que compensarán reduciendo su consumo e inversión; pero, en un mundo no ricardiano donde no se respeta la restricción presupuestaria intertemporal de mantener el equilibrio en el presupuesto público, los “excesos” serán corregidos por un ajuste de precios al alza provocado por la desvalorización del dinero surgida de una emisión de deuda pública que no se corresponde con los ingresos del Estado (Blancheton, 2016: 105).
Las observaciones de Auerbach y Gorodnichenko, y de Blanchard y Summers citadas al final del apartado anterior ilustran, respectivamente, ambos puntos. Si bien, dada la poca efectividad de la política monetaria en el límite inferior cero, el diseño o fortalecimiento de los estabilizadores automáticos como herramienta de política fiscal anticíclica aparecen mencionados en la literatura macroeconómica (Blanchard y Summers, 2017: 28; Bernanke, 2020: 977-978), las preocupaciones sobre la sostenibilidad de la deuda soberana en cuanto el déficit público comienzan a dispararse cambiando el foco de atención hacia la austeridad, proyectando planes de ajuste y reformas estructurales que devuelvan la deuda y el déficit a una senda “sostenible”.
Bajo esta ontología que entiende el Estado como un agente que no produce, que recauda dinero del resto de agentes que sí producen mediante impuestos para financiar sus gastos; es decir, el Estado aparece como un agente que opera en la fase de circulación, y no en la de producción. El lugar secundario al que es relegado el Estado es muy similar al que ocupan los bancos privados en el circuito monetario neoclásico. Ambos agentes deben buscar el dinero allá donde esté, en los bolsillos de los agentes privados, para luego realizar la función que se les presupone. La inoperancia de las políticas monetarias no convencionales para afectar a las variables reales y crear inflación es un misterio para el marco de análisis de una economía de intercambio real que caracteriza a la economía ortodoxa, no así desde el marco de análisis de una economía monetaria de producción guiada por el principio de dinero endógeno, representativo de la economía poskeynesiana.
El principio de dinero endógeno expone cómo el aumento de los créditos es una consecuencia de la demanda de dinero por parte de prestatarios solventes y no una causa del aumento de reservas, de la oferta de dinero disponible para prestar (Lavoie, 1984). Como relata Moore (1988: 373), los bancos pueden aumentar unilateralmente sus presupuestos publicitarios, reducir la tasa nominal a la que prestan o reducir los requisitos de garantías, pero lo que no pueden hacer es crear por sí mismos la demanda para sus productos: el crédito. La endogeneidad del dinero no está relacionada con el papel más o menos acomodaticio del banco central, ni tampoco con que inunden de reservas a los bancos privados. El punto está en cómo el dinero es parte esencial del proceso de producción, siendo creado ex nihilo por los bancos comerciales para iniciar proyectos que han determinado como rentables, aunque siempre son apuestas sujetas a incertidumbre; esto es, de acuerdo con el énfasis de Rochon (1999: 3) en el enfoque del circuito monetario, que los bancos están en el centro de la creación de crédito y que la creación de ganancias con la venta en el mercado de la producción financiada con la introducción de dinero en la economía de este modo es esencial para extinguir el crédito inicial. De no ser así, el crédito no es devuelto y se ha introducido en la economía dinero que no tiene contraparte real en bienes y servicios. Pero si el circuito se cierra con la devolución del crédito inicial y las quiebras son una característica inherente de una economía monetaria de producción, ¿de dónde salen los beneficios y ahorros que acumulan las empresas y las familias? Es aquí donde entra en juego el Estado.
Tal como los bancos privados, los Estados tampoco son intermediarios entre los agentes privados. No intervienen quitando ahorros a unos agentes para redistribuirlos entre otros mediante la dotación de servicios públicos o transferencias monetarias. El circuito monetario estatal se abre con el gasto público y se cierra con los impuestos; es decir, el Estado primero gasta y luego recauda. Lógicamente, el emisor en monopolio de la moneda solo puede obligar a pagar impuestos una vez que circula aquello que los agentes privados necesitan para redimir esta deuda (Parguez y Seccareccia, 2000: 104). Desde este punto de vista, el gasto público crea los activos financieros netos que se traducen en ahorros y beneficios para familias y empresas, mientras que los impuestos lo destruyen (Parguez, 2002: 90). Con activos financieros netos nos referimos al dinero que es deuda del agente emisor consigo mismo - suponiendo que el banco central actúa como el brazo monetario del gobierno, algo que es así pese a cualquier restricción política institucionalizada (Cruz et al., 2021) -y no de cualquier otro agente con un tercero que debe ser redimida en algún momento-. Por lo tanto, lógicamente no puede haber un saldo positivo en los balances del sector privado sin que el sector público acumule déficits. O mejor dicho, no puede haber beneficios monetarios continuos y generalizados, y que no sean interrumpidos bruscamente sin que el Estado los garantice activamente mediante déficit. Existen dos opciones que están limitadas temporal y espacialmente. La primera, un endeudamiento privado generalizado que acaba en algún momento del tiempo. Esto es así porque el presupuesto del Estado no es como el de una empresa o familia; las empresas y familias podrán endeudarse en función de las expectativas de ingresos futuros que tengan, así como gracias al incremento esperado del valor de sus activos financieros y reales. Si estas expectativas son alimentadas por una burbuja, en cuanto la burbuja pinche la acumulación acaba. La segunda opción está fundamentada en grandes superávits comerciales que detraen poder adquisitivo de otros países y son acumulados por los agentes privados domésticos. A nivel global, el comercio internacional es un juego de suma cero: para que haya países exportadores debe haber países importadores. Por lo tanto, esta estrategia está limitada a unos pocos países.
La cuestión acerca de dónde viene el poder adquisitivo, que produce ahorros y beneficios, que mueve la rueda de la acumulación de capital es un tema recurrente también para el enfoque marxista en su tratamiento de cómo se produce la reproducción ampliada (Marx, 2000 [1885]: 452). Como afirma Luxemburgo (1970 [1913]: 300), este es un problema irresoluble en una sociedad que solo conste de obreros y capitalistas, aunque su alternativa hacia el imperialismo refleja la alternativa del comercio exterior que solo impulsa las ganancias de unos capitalistas a expensas de los capitalistas de otros países; es decir, el concepto fratricida de competencia marxista que no arroja luz sobre los beneficios a nivel macroeconómico. Discutiendo el planteamiento de Luxemburgo, Kalecki (1973 [1952]: 53-54) llegó a la única respuesta viable: solo el déficit presupuestario puede impulsar la demanda global; si lo ajustamos a la regla de “finanzas funcionales” de Lerner (1957: 112-113) podemos decir lo siguiente: el tamaño y signo del presupuesto público no es más que el residuo resultante de impedir que la cuantía del gasto no sea ni demasiado pequeña para producir desempleo ni demasiado grande para crear inflación. El sistema requiere deudas que no son canceladas para mantenerse operativo y el único agente que puede mantener su deuda indefinidamente es el Estado, siempre que se coordine con su banco central, aspecto que tras la Gran Recesión se ha mostrado esencial para la estabilidad del sistema de pagos.
Dos anotaciones adicionales antes de exponer nuestra propuesta. El principal activo utilizado como contrapartida o garantía por los bancos privados cuando requieren liquidez es, generalmente, alguna forma de financiamiento gubernamental (Gabor y Ban, 2016: 632; Vlieghe, 2020: 13). El camino a construir es el de diseñar mecanismos para gestionar el gasto público, entendido este como el elemento residual de la política económica sujeto a objetivos macroeconómicos superiores: pleno empleo, estabilidad de precios y, también, estabilidad financiera -tal como la Gran Recesión nos ha enseñado-. Estos tres objetivos son interdependientes y centrarse en uno de ellos de manera aislada provoca efectos secundarios indeseables en los otros dos, que afectan de forma bidireccional al impacto deseado en el objetivo que centra la atención. La política de gestión de la deuda ha salvado al euro de la ruptura, dando un respiro a los países del sur de Europa, y el mantenimiento del tipo de interés objetivo requiere una acomodación del banco central con los bonos de los Estados como garantías. La política monetaria tiene más que ver con la política fiscal y viceversa de lo que habitualmente se admite (Greenwood et al., 2014; Tymoigne, 2016; Best, 2019).
La búsqueda de reglas ha sido el camino a desarrollar para la gestión de la política monetaria tras la Segunda Guerra Mundial. Esta vía se puede seguir retomando el marco de las finanzas funcionales expuesta por Lerner. Faltaba desarrollar el brazo político ejecutor para ofrecer un mecanismo endógeno que compitiese con la guía de la teoría cuantitativa del dinero del enfoque monetarista y la regla de Taylor. Este mecanismo, que extiende el enfoque de dinero endógeno caracterizado por la demanda de crédito hacia la demanda de ingresos de los agentes privados, es el trabajo garantizado. Esto puede verse también análogamente a los avances producidos en la política monetaria a finales del siglo xx en torno a la gestión de la inflación: igual que el principio monetarista de controlar la oferta monetaria fiándose en una regla de cantidad fue sustituida por un control indirecto de la misma a través de la fijación del precio del dinero mediante la regla de Taylor a la que se ajusta la demanda de crédito; el trabajo garantizado sugiere una regla de precio a la que se ajusta la demanda de ingresos por parte de los agentes privados.
En lugar de una regla de cantidad que determina cuánto va a gastar el Estado subordinado a un criterio de responsabilidad fiscal que -repetimos- no es un resultado endógeno, el Estado ofrece un salario y unas condiciones laborales mínimas y dignas a cualquiera dispuesto y capaz de trabajar. Estos trabajos, disponibles en tiempo y forma, serán diseñados con la participación de todos los agentes sociales de la comunidad en actividades que no compitan con el empleo y los recursos del sector privado (Kaboub, 2008: 224). La intención es que sean programas en su mayoría transitorios, que no requieran formación en unas habilidades especializadas y que puedan ser diseñados de manera flexible para incluir a grupos de población que son sistemáticamente excluidos del mercado de trabajo: enfermos crónicos, exreclusos, trabajadores con diversas capacidades, jóvenes que se incorporan por primera vez al mercado laboral, minorías étnicas o población que por cualquier razón haya estado fuera del mercado laboral durante una larga temporada. Estos trabajos no entran en conflicto con la necesidad de apuntalar el empleo público y el estado de bienestar tradicional, sino que deben ser categorizados a medio camino entre el sector público y privado, como un empleo útil a la sociedad que capacita para una transición al sector privado; aunque no tiene por qué darse siempre ese salto. Caben aquí, por ejemplo, trabajos para el cuidado de personas y del medio ambiente, trabajos comunitarios y relacionados con el arte y la cultura que el mercado no provee por falta de rentabilidad, pese a ser empleos que crean multitud de beneficios (Barrantes et al., 2021; Garzón y Cruz, 2021). De este modo, se deja que las fuerzas del mercado determinen automáticamente el tamaño y signo del presupuesto público, pero no en qué (no) se invierten los recursos reales, lo que Keynes definió como “socialización de la inversión” (Minsky, 2008: 154-157).
El trabajo garantizado opera como un ancla sobre el resto de precios y salarios, sustituyendo de facto al mantenimiento de un ejército de reserva de desempleados como mecanismo de control de la inflación por una reserva de empleados. Cuando la economía cae en recesión y las empresas despiden a parte de sus plantillas, los que son desempleados podrán acceder, si lo desean, a estos empleos de último recurso que compensan de este modo las oscilaciones en el gasto e inversión privados. Cuando la situación se revierte y la economía entra en un auge, los empleadores privados contratarían a trabajadores empleados en estos trabajos de una reserva funcional atrayéndoles mediante la oferta de mejores condiciones laborales. El mantenimiento y mejora de las habilidades y capacidades individuales compensa esta alza de los salarios que, en caso de ocurrir, solo tendrá lugar de una vez, pues no solo se impone un suelo a las condiciones laborales, sino que se anclan los salarios mediante la gestión del tamaño de la reserva de empleados para que no se inicie una espiral inflacionaria (Mosler, 1997-1998: 177-179; Wray, 2000: 6-7). Mitchell y Mosler (2002) han denominado al nivel de esta reserva de empleados que mantiene una inflación estable como NAIBER (acrónimo de Non-Accelerating Inflation Buffer Employment Ratio), en clara alusión como alternativa a la NAIRU.
En definitiva, el trabajo garantizado funciona como una regla funcional no discrecional en el terreno operativo, una regla prescriptiva que sigue la regla descriptiva planteada por Lerner en el marco de las finanzas funcionales pero, además, también puede verse como una regla constitucional “bajo el gobierno del Leviatán” (Brennan y Buchanan, 1981: 351), que permite una política fiscal activa sin caer bajo un régimen de dominancia fiscal (Sargent y Wallace, 1981).
Conclusiones
Hacer todo lo que sea necesario para enfrentar la amenaza del COVID-19 significa evitar las inoportunas discusiones sobre el riesgo moral que protagonizan las reuniones sobre la urgencia de aumentar el gasto público para paliar los efectos económicos de la crisis y parar el contagio de la pandemia, el horizonte temporal y el tamaño de las acciones a tomar, y las duras negociaciones sobre las condicionalidades que llevan asociadas que paralizan y contienen las actuaciones para hacer frente a las amenazas que enfrentamos como sociedad.
En el momento histórico que estamos viviendo, mientras en la política monetaria lidiamos con el límite inferior cero y los efectos de histéresis, y ante la triple amenaza de la pandemia del COVID-19, la plaga del desempleo y la alerta climática, enredarse en debates sobre el espacio fiscal disponible y la sostenibilidad de la deuda solo tiene sentido bajo una ontología que ignora los aspectos institucionales esenciales de una economía monetaria de producción y, en concreto, la endogeneidad del dinero.
A través de preguntas como qué es el dinero, cómo se crea, quien lo crea y cómo se introduce en el sistema, entre otras cuestiones de naturaleza institucional, y apoyándonos en la fuerte evidencia empírica encontrada en la literatura sobre la política monetaria en la Gran Recesión para un papel más activo de la política fiscal e, incluso, las llamadas al diseño de nuevos estabilizadores automáticos, proporcionamos una solución que sortea los problemas asociados a la discrecionalidad y la parálisis de las insuficientes medidas tomadas para hacer frente a la pandemia del COVID-19: el trabajo garantizado.
Manifiestamente, la gobernanza del banco central en la economía está entrando en una nueva etapa (Goodhart, 2011: 136) y en cuanto la inestabilidad financiera y macroeconómica presione ligeramente, la búsqueda de nuevas herramientas de política monetaria no convencional será, como refleja la experiencia durante la Gran Recesión, el camino a tomar por las autoridades monetarias. Probablemente, el auge en la literatura del llamado helicóptero monetario (Cukierman, 2020; Galí, 2020) es un indicador del plan B a seguir para aliviar la economía de las consecuencias de una nueva ronda de austeridad y reformas estructurales.
Esta medida excepcional y discrecional, sugerida como una acción única, se encuentra con su límite en cuanto es usada. Importa cómo se introduce el dinero en la economía y hacerlo sin contrapartida real alguna, si existe la expectativa de que se normalice, afecta simplemente a las variables nominales. En cambio, una solución que implique una coordinación entre el banco central y el tesoro que vaya más allá de la necesidad del banco central de gestionar la estabilidad del sistema de pagos y que provee un mecanismo automático y endógeno como el trabajo garantizado, introduce dinero en la economía a cambio de un trabajo socialmente útil demandado por los individuos, que tiene su reflejo en la provisión de bienes y servicios de que disfruta la comunidad.
Por último, debe mencionarse que el trabajo garantizado no tiene únicamente un efecto estabilizador sobre el ciclo económico, sino que también altera la asignación de recursos al hacer menos necesarios aquellos trabajos que se dedican a tratar los efectos perniciosos que la marca del desempleo impone al conjunto de la sociedad a causa del deterioro de la salud mental y física de los trabajadores desempleados.
Asimismo, en las comunidades con mayor prevalencia de desempleo a largo plazo crear oportunidades de trabajo para todos los que quieran trabajar evita que se propague la delincuencia, las drogas, la ludopatía, el alcoholismo y la desestructuración de las familias que determinan el desarrollo de los más jóvenes (Tcherneva, 2019). En su lugar, institucionalizamos una política de prevención que libera recursos reales para la lucha contra el cambio climático, promueve la visibilidad y socialización de los cuidados, y que, en un momento como este, es efectiva para luchar contra la pandemia del COVID-19 con decisión, dirigiendo recursos para la superación de los cuellos de botella que puedan surgir en diversos suministros de protección y sanitarios, e impulsar la investigación para superar esta situación cuanto antes.
Si consideramos todos los costes mencionados podemos afirmar, tal y como Nersisyan y Wray (2019) hacen en relación a su propuesta de cómo pagar el Green New Deal, que los programas de garantía de empleo se pagan solos. Si la bolsa de desempleo es un pozo sin fondo de costes sociales que se traducen finalmente en costes económicos, el trabajo garantizado es una fuente de recursos que aumenta la productividad y la eficiencia, libera recursos reales para otros usos y también sirve para desplazar la atención sobre la acumulación de divisas extranjeras, que guía la política monetaria en América Latina, hacia una política de desarrollo basada en el uso y movilización de los recursos reales internos como una política de desarrollo endógeno enfocada a extender la restricción externa y no al revés (Mario, 2020).